Tombouctou-Mogador-Essaouira
La víspera del viaje a Essaouira
dormimos sin sobresaltos y complacidos porque el calor no fue exagerado.
Essaouira o Mogador, ¿A dónde nos llevaban nuestros pies peregrinos? No
importaba, andando Marruecos, uno no puede saltarse este misterioso puerto que
fue también Tombouctou.
-Ya queda menos- comentamos al
despertarnos, todavía soñolientos, mientras escuchábamos el llamado matinal de
una mezquita cercana. Y en realidad se nos achicaba el tiempo y nos acercábamos
a ese corredor de la dinastía de los Alauitas, frontera de dos tribus: los chiadma al norte, de lengua árabe, y al
sur los haha de lengua berebere,
ricos, además de la influencia de los gnaoua,
descendientes de los antiguos esclavos negros y otras etnias llegadas de otros
puntos de África.
A medio camino de la estación
tomamos, en el Café Oujana, un desayuno completo para mí y un té negro para
Alix. En la consigna de CTM despachamos los equipajes -obligatorio en esta
compañía- y como acostumbro, no me acomodé en el autocar hasta que no me
cercioré que los equipajes estaban bien situados en el maletero.
Un par de policías, en la acera,
escrutaban los movimientos de todo el mundo. Arrancamos a las ocho en punto.
Entre Agadir y Essaouira la costa es de una belleza extraordinaria, se confunde
el mar con el desierto y el desierto con la aparición del atlas, arenoso,
rocoso, escarpado, imponente. Sobre el mar una bruma eterna y sobre la tierra
un vapor caliente que envuelve la desolación del territorio pródigo en reflejos
bronceados.
Dijimos adiós al pasar por
Taghazouk, y fuimos ganando tierra sin dejar de ver el color plateado del mar
abrazando la arena. Dos pueblos dormidos, dos oueds florecidos, poquísima vegetación fuera de ellos, y con
frecuencia plantaciones de argania, árboles secos y polvorientos, pastores
viejos y pastores niños, cuidando sus rebaños, solitarios, en medio de los
campos, como otros hombres y otras mujeres, caminando hacia ningún lugar, ellos
conocen, me dije yo mirando el paisaje.
Chivos, burros, jamás un pájaro
cruzando el cielo limpio, impecable. En el camino a Mogador nos saludaban los
árboles de argania, impresionantes, diminutos, y cuando verdeaban sus cogollos,
dejaban ver encaramados en sus ramas, racimos de chivitos felices jugando a
malabaristas hambrientos.
Llegamos a Essaouira pasadas las
diez de la mañana mientras se elevaba el sol y desaparecía la bruma;
franqueamos las dos puertas de la estación y tomamos un taxi hasta el puerto,
una explanada grande y aireada entre la costa rocosa, la medina y los altos
muros de la vieja Mogador. Descendimos en la puerta de la Marina, edificada en
1806 para comunicar la ciudad y el puerto. Esta puerta, construida por un
renegado inglés, sorprende por sus dos columnas y su frontón triangular de
estilo clásico.
Entre indecisiones y cavilaciones,
entramos en la medina para recorrer el eje central, en busca de una posada
tranquila y de golpe, en un recodo ancho tipo plazoleta, doblamos a la derecha.
Un cartel amarillo con una flecha que fue negra, anunciaba Hotel Residencia Al
Arboussas. Nos miramos y no vacilamos, entramos, preguntamos si tenían
habitación, el precio, miramos la que nos ofrecían en el tercer piso y babeados
por el encanto de aquel pequeño hotel, nos quedamos. Ventanas de un azul cielo
dando al pasillo exterior con patios llenos de ropas tendidas. Una habitación
que nos sacaba un poco de las tribulaciones marroquíes y nos hacía actores en
el tiempo de lo fue Mogador en sus días de gloria.
Salimos a deambular por la Essaouira
real de hoy, con su medina azul y blanca, sus viejas puertas ornadas con
relieves y pintadas de amarillo. Las callejuelas dislocadas, el puerto
consagrado a la pesca oliendo a mar y a pescado, mar abatido y pescados
frescos, mar revuelto y pescados malolientes, pescadores y vendedoras gritando
a la llegada de los barcos, las islas Púrpuras en lontananza acariciadas por el
océano, la avenida bordeando la playa extensa como la bahía en bolsa, con sus
hoteles estrellados, el soco con sus diversos mercados, el olor a especias, a
frutas y a resina de thuya acariciando las mujeres envueltas en sus velos
acariciando los amplios djellabas de
los comerciantes
Una visita más que interesante fue
la que hicimos al viejo cementerio al borde del mar, protegido por un alto muro
contra el que se desbaratan las olas que osan aventurarse a entrar en la
apacible morada de quienes conocieron el nacimiento de la villa, donde conviven
los difuntos del Mogador tolerante y civilizado. Aunque en parcelas diferentes,
bajo un único cielo cruzado de gaviotas gritonas, descansan judíos, católicos y
musulmanes. Apellidos portugueses, lores ingleses, cónsules alemanes, isleños
de Córcega, italianos aventureros y colonizadores españoles, unos cerca de los
otros, descansando para siempre en tierras africanas de conquistas y
expoliaciones.
De lejos venía un toque de campanas
que seguimos para guiarnos. Así descubrimos la única iglesia de Marruecos cuyas
campanas tocan a repique cada domingo para anunciar la misa de diez de la
mañana, toque que enorgullece a Essaouira como ciudad de larga tradición de
tolerancia, cuyos vecinos judíos, musulmanes y cristianos vivieron durante
siglos en estrecha armonía.
A cada salida, el soco nos ofrecía
un mundo de mercaderías que mirábamos y mirábamos buscando la utilidad, el
sitio donde guardarlas, el recuerdo del viaje a la otrora villa colonial. La
cantidad de objetos hechos con el árbol y la resina de thuya es innumerable y
de una imaginación increíble. Babuchas para el verano, un extraordinario
maletín de viaje en cuero de camello, una coloreada manta a rayas, una lámpara
y apliques trabajados con la resina de thuya, todo nos hacía soñar para dejar
Essaouira en la memoria.
Puertas llenas de fantasía morisca,
pintadas, conservadas o en un estado deplorable; puertas, algunas todavía
dejándonos ver en relieve la estrella de David, símbolo del mosaico que fue
este puerto en el pasado; callejuelas sombreadas, casas desvencijadas, morada
de pobres y campesinos abandonados a su miseria, ojos invisibles que miran
detrás de las ventanas, humedad perenne, gatos altos, flacos, insolentes,
amistosos, pacientes, a la espera de clientes en las puertas de las tiendas,
hombres ciegos, viejos enfermos, cuernos de gacela frescos y apetitosos,
joyería fantasiosa infinita, mantas, lanas, jabones y aceite de argan, lámparas
coloridas, babuchas, pañuelos, terrazas, perros huidizos, perros aperreados,
maltratados, como muchos hombres, mendigos, todo mezclado bajo el signo lejano
de Mogador.
Un poco menos sucia que otras
ciudades marroquíes, Essaouira tiene un servicio diario de recogida de basura
que la distingue y la ayuda a respirar su convivencia con el mar, siempre el
mar y las rocas y las gaviotas revoloteando encima de los anaqueles de
pescados. Famosa por sus relaciones comerciales, Mogador estaba llena de
representaciones, hoy, esos antiguos consulados en ruinas, como la Sinagoga,
como la iglesia portuguesa, como muchísimos inmuebles, intentan levantarse de entre
sus destruidas paredes o mueren completamente ante la mirada silenciosa de los
vecinos.
Las mareas, en perfecta oposición a
las mareas de otros mares nos revelan que nada es perfecto, nada es igual a lo
que estamos acostumbrados a ver, el mar ocre azul gris ocre, carmelita por la
arena oscura de su fondo, pescadores y pescadoras, surfistas ingleses, bañistas
franceses, brisa y sol en perfecta armonía. Terror policial. En civil y en
uniforme, en todas las esquinas, en parejas de dos, un militar y un gendarme. Barrios
inseguros a la caída de la tarde. Ojos detrás de las puertas entreabiertas,
detrás de las ventanas a medio abrir.
Una mañana paseamos por toda la
orilla de la playa, desde donde comienza la bolsa arenosa llena de bañistas
hasta las dunas, hasta donde se pierde la vista, seguidos por un perro pequeño,
sano, de pelambre lanada color champán y otro perro flaco y sarnoso, apenas sin
pelos, escuálido y de mirada triste. De regreso de las dunas, los perros nos
siguieron, incluso cuando dejamos la orilla del mar, atravesamos la avenida que
la serpentea y nos perdimos del otro lado, en las calles aledañas a la medina. Babalu
ayé y Eleguá en nuestro camino, admitimos al perder de vista a los dos canes
interpelados por otros perros en su andar bohemio por las calles diseñadas.
Papas fritas y bebidas frescas,
papas fritas y agua mineral con gas. Siempre leemos las cartas de menú de los
cafés y restaurantes y nos aterrorizamos por la vaga idea de enfermarnos.
Optamos por mercadear en los socos y comprar a gusto, panes acabados de salir
del horno y aceitunas verdes negras con picantes con ajíes en aceite o con
hierbas, aguacates carnosos y tomates, frutas secas y frutas frescas. El
estómago debilitado con los olores fuertes de las gargote de pescado, del mar
omnipresente descomponiéndose en filigranas acuosas, de todo, del aire húmedo
que respiramos y del cielo reverberante que miramos, o del tufillo a lana de
las mantas con los colores del crepúsculo en violeta degradación.
Pero tampoco hay que convertirse en
paranoicos y hay que olvidar esos otros malos momentos en que comimos lo que no
debimos comer. Animados y hambrientos, nos sentamos a cenar en un restaurante
que en dos ocasiones habíamos visto en el deambular por la callejuelas
intrincadas de Mogador. El Ramsés, situado en un recoveco de la medina, en lo
que fue la calle de la bolsa, ambiente familiar y respirando confianza, hizo
que nos deleitáramos comiendo el tayín con congrio y cebollas caramelizadas y
pasas, el congrio, un pescado anguilucho que no conocía y con una exquisita tagine de pollo con limón confitado.
Excelente cocina marroquí en la noche de Essaouira. Las cervezas, raras en
tierras alauitas, las bebimos sedientos como beduinos en un oasis. Una sopa
mediterránea a base de sémola y aceite de oliva y ajos y las siete ensaladas
marroquíes para terminar aquella noche dedicada a Baco, a la luz de velas de
llamas tintineantes y acomodados entre cojines y muebles tradicionales del
reino. Una delicia que terminó con crepas especiales en honor a Cleopatra y
Ramsés.
No podíamos dejar Essaouira sin
aplaudir las crepas con miel propias del desayuno marroquí que probamos antes
de hacer una excursión en los alrededores de la vieja ciudad portuaria.
Atravesamos la medina por la calle del Istaqal, franqueamos la puerta Bâb
Doukkala, contorneamos las calesas aparcadas al lado del cementerio, y fuimos a
la estación de buses. Allí tomamos un bus, sucio y polvoriento, que no tenía
prisa en salir y sí mucho desespero en llenarse hasta el techo, cosa que nunca
lograron los intrépidos empleados del transporte.
Had Draâ es un pintoresco y
ancestral mercado de domingo que fue como regresar en el tiempo al Medioevo.
Algunas viejas enfermas y mendigas invisibles dentro de sus vaporosas ropas,
merodeaban por el mercado, pero ni una sola mujer joven en aquel vasto mercado
donde Alix era como un bicho raro a la que miraban los hombres con recelo.
Mercado de trueque y dinero, de
costumbres viejas como la mayor parte de sus vendedores y comerciantes. Bajo un
sol asesino, nos paseamos por todo el mercado, entre las tiendas de lona
atestadas de hombres, afuera las marmitas de piedras encendidas calentando
grandes teteras, mercado de todo y de nada, de lo insólito, de bidones vacíos,
de camellos, de ovejas, de telas, gallinas, tapices, garbanzos, pescados
malolientes, hierbas, viejas monedas, porrones en barro, y de todo; pero lo más
espeluznante, el matadero, con sus rituales de sacrificio, las carnes colgadas,
así como las patitas y cabezas de chivitos, cueros de viejos chivos, carne y
sangre, moscas y bichos, extraños rostros sacrificando y vendiendo, enseñando
la mercancía, sus rostros fatigados, alegres, de mercado de domingo. Como Had
Draâ.
Huimos de toda aquella violencia
natural y nos sentamos en el portal de un café repleto de hombres, gatos y
perros, sentados en las mesas o tirados en el suelo. El café fue justo una pausa
para entrar a Essaouira. Logramos correr hasta un autobús “local” que partía y
alcanzamos a sentarnos en los asientos del fondo, al lado de un frustrado
musulmán para quién yo no existía en su aberrante mundo fuera del cual los
demás hombres somos herejes.
Descendimos del autobús en la puerta
de Bâb Doukkala. Corrimos al hotel para desempolvarnos, porque polvo nos cayó
hasta en el fondo de los ojos. Y comenzó la hora de pensar en dejar esta ciudad
que se place erguida frente al mar. Una ciudad de sombras y locuras, de miradas
y gritos. Nos fuimos a la orilla del mar para disfrutar del buen tiempo y para
que su brisa cálida nos ayudara a tomar fuerzas para la próxima etapa.
Tres niñas marroquíes se pusieron a
jugar a nuestro lado. Simpáticas y conversadoras. Se acercaron a nosotros y nos
hablaron, ellas eran felices de deletrearnos sus bonitos nombres y de hacer las
últimas piruetas antes de convertirse en mujeres y encerrarse en sus mundos
velados. Un inglés con aire colonizador no soportaba a los jóvenes del patio
que pateaban un balón y miraban con descaro el dos piezas de su inglesa; un
francés solitario intentaba ligar a toda velocidad, y una pareja medio tiempo,
alocada, miraba hasta las moscas si les pasaban enfrente, y uno de ellos
mostraba su bañador malva claro en combinación con su pareo lila con flores,
bella estampa de cazadores indecentes en un país moldeado por sus tradiciones.
Volvimos a la plaza, curioseamos por
el puerto y contemplamos Essaouira, villa apreciada por surfistas y flirteadores,
jóvenes branchés y hippies del siglo XXI, pero también villa de pobres, de
enfermos, de ciegos, de vendedores, de gente como hay en cualquier lugar del
mundo, súbditos todos del rey pero en otro círculo del infierno.
Desde que pernoctamos en el Al
Arboussas nos percatamos de un ruido raro proveniente de sus paredes durante la
noche. Unos crujidos extraños, como si los maderos en alguna parte lloraran, nos
llamaban, nos despertaban antes del alba.
Alix estaba cansada y dijo adiós a
Mogador, la tarde antes de dejar la ciudad. Yo no pude reprimir mis deseos de
volver a mirar el Atlántico apacible y con sed de curioso, aproveché la mañana
para hacer fotos y volver a ver el mar furioso romperse en las rocas. Subí a
las murallas de la Sqala y caminé entre los cañones de defensa, ornamentados
con los escudos de Portugal, de España y el blasón flamenco. Entonces pensé en
esa decoración natural que le permitió a Orson Welles rodar algunas escenas de
su Otelo, que le valdría en 1952 la Palma de Oro del Festival de Cannes.
Desde el antiguo bastión sur de las
viejas murallas, Mogador renacía en mí, peregrino inquieto, en una ciudad
anclada en puerto seguro. Ante nosotros una larga ruta dejando Mogador con sus
gaviotas y su sol subiendo detrás del atlas y calentando las dunas que se
arrastran hasta la orilla fría del mar en minúsculos granos de arena.
Salimos del hotel y fuimos caminando
hasta la puerta de la marina, y una sorpresa nos deparó el haber cambiado el
itinerario de calles para coger un taxi. En la ancha avenida que bordea la
muralla, el perro sarnoso estaba echado en un recodo de la acera para decirnos
adiós. O para hacernos saber que nos protegería durante el viaje de regreso.
Lázaro y Roque, coincidencia y realidad en tierra del profeta. ©cAc-2003