Fieles difuntos, me permito hablarles
en este segundo día de noviembre, el cuarto de un nuevo confinamiento. Me
permito compartir este silencio que no es el de siempre, pero que se viste como
todos los silencios matinales, de frescor, de una neblinilla tímida otoñal, de
grises inciertos, de gorjeos, el gorjeo de algún que otro gorrión, escondido en
el escaso follaje del castaño, y la letanía inocente de dos urracas, que se
cuentan, instaladas en lo más alto del abedul, las peripecias para robar un
trozo de pan en el el alféizar de una ventana entreabierta.
Fieles difuntos, los recuerdo a todos
y en ese orden descendiente del pensamiento, que va de los ancestros a los
parientes, de los amigos a los parientes de nuestros amigos, que conocimos o
que nunca conocimos, pero que se agolpan en la memoria por alguna que otra
historia en la que fuimos participantes o simples espectadores.
Fieles difuntos, esa losa fría, que
les impide incorporarse para mirarnos una vez más, no impide que los miremos a
ustedes, tendidos para siempre, en ese misterioso y poco profundo hoyo en el
que temprano o tarde, entraremos para acompañarlos.
Se me hace cada vez más larga, la
lista de fieles y de difuntos, señal inequívoca que avanzamos en el camino
terrenal que nos lleva a ustedes, a la luz mortecina que alumbra las galerías
oscuras de la muerte y el silencio. Seguimos vivos, para nosotros, -mientras
quiera el destino inscrito en nuestra partida de nacimiento, y para llevar a
ustedes el agradecimiento de habernos dado vida, o de haber compartido
alegrías, tristezas y sueños, unos dormidos para siempre, otros queriendo
crecer antes de morir definitivamente. Dos de noviembre del doble veinte de
este siglo, doblemente cansado por los azares de la vida. ©cAc-2020
Sí, Carlos, un triste noviembre. Pero, pese a ese "destino", aún estamos lo suficientemente vivos para sentirlo. Y ahora mismo es lo que importa. Que estemos vivos y podamos recordar. Todavía.
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