vendredi 29 novembre 2019

Avatares de un patio provenzal (VIII)


Avatares de un patio provenzal (VIII)[1]
Los temporales se llaman ahora episodios. Probablemente porque se desarrollan en serie y terminan como culebrones entre las prensas que imprimen La Provenza y Midi Libre. Episodios que vienen siendo avatares para un patio, que esté más al norte o más al sur. Provenzal o rodaniano, pero patio expuesto a ese chin-chin que va martirizando las hojas del castaño y de los abedules. El níspero y la acacia se disputan aún ese último verde antes de que termine noviembre. Los pinos viejos quedan apartados y entre ellos el susurro es una mezcla de resignación. Verde oliendo a pino con años, ramas fatigadas, donde se esconden las urracas para comadrear, o para comer lo robado en la cocina del vecino. Las ardillas descubrieron que hemos vuelto a poner nueces, cuchichean, alborotan y rompen discretamente la tranquilidad del patio. Patio provenzal, intentando secar las aguas acumuladas durante tres días de lloriqueo climático. Patio amarillo, oro, sol, amarillo borrando su pasado verde, verdísimo, casi imposible de borrar. La ausencia de viento hace que las hojas caigan suavemente, acariciando en la caída el aire tibio invisible. La Provenza anuncia vientos del interior a la costa, bajando precipitadamente hasta la playa Napoleón. Soplará el mistral y el amarillo colgado de las ramas irá cayendo bruscamente, y la profusión de amarillos verdes, amarillos ocre, amarillos densos, dolorosos, encabritados, harán un tapiz de hojas medio vivas medio muertas. Mientras no sople el mistral, viviremos bajo un manto amarillo, oro natural, de bruces mirando el ocaso del azul cuando la tarde termina. ©cAc.


[1] “Avatares de un patio provenzal” forma parte del libro “Patios y otros traspatios”. cAc-2019

samedi 2 novembre 2019

Fieles difuntos o día de los Muertos


Llámese como se llame, el segundo día del mes de noviembre se recuerda a los que ya no están entre nosotros. La fecha que durante años y años de nuestras vidas pasa como un día más, como otro día cualquiera de la semana, se nos hace chica inscribiendo en ella a todos los que faltan. Basta que la ausencia sea aquella de la persona a la que no pensabas agregar a la lista y de golpe te das cuenta que tienes un montón de Fieles Difuntos a quienes debes un pensamiento. Aparecen todos los abuelos, tíos, primos y amigos que partieron, aparecen porque falta ahora el personaje principal de la pieza que juegas en la vida.
Mi madre ponía flores a sus muertos en la casa y no recuerdo haberla visto acompañar a sus hermanas al cementerio, protegidas por viejas sombrillas, a pie, comadreando, llevando sus ramos comprados bien temprano el domingo, y regresando en coche de caballos, que hacían su fila frente al camposanto. La tía que queda, ya no tiene fuerzas para andar el mismo camino y mucho menos regresar a su casa en bici-taxi. Sin embargo, Migdalia Estela tiene presente a sus fieles difuntos, a sus muertos.
Santa Clara aún duerme mientras yo escribo esta nota. Habrá sol y nubes queriendo expulsar una llovizna que hará más fresco el día, que comenzará con 22° y sin temor a huracanes. El cementerio abrirá su puerta principal dentro de dos horas, y como es sábado, es posible que acudan muchas más personas que lo habitual. A la izquierda del pórtico, en el exterior, estarán situados los vendedores de jardineras y placas en granito, y floristas proponiendo azucenas, gladiolos, boquitas de león y girasoles. Adentro, en la quietud de la vida detenida, los ausentes, los que partieron un día.
Me tomo una pausa para pensar en aquel 2 de noviembre en que dejamos Quito para ir a Guachala, una de las más viejas haciendas del Ecuador. Apenas instalados en la hacienda, salimos a la carretera y tomamos un autobús hasta Cangahua. El pueblito bullía, y cada vez llegaba más gente, en su mayoría, habitantes de las comunidades indígenas que viven en los alrededores, una zona de suelos cangahuosos, volcánicos, trabajados por la erosión. La aridez se reflejaba en el rostro de los indios, cabizbajos, silenciosos, en marcha hacia el cementerio con sus jolgorios de comidas, sus recipientes de colada morada y sus guaguas de pan. Asistimos a la fiesta que ofrecen los vivos a los muertos, comiendo los platos que gustaban los ausentes, tomando las bebidas que ellos preferían, sentados sobre la tierra seca, o desyerbando un cuadrado pobre donde un ser querido reposa. La tristeza nos invadió y al rato dejamos el cementerio, al que seguían acudiendo blancos y mestizos de poblaciones allegadas y los indios con sus ponchos coloridos, las mejillas quemadas por el viento seco que sopla en los Andes. De regreso a Guachala, en lugar de bajarnos en el portón de la hacienda, seguimos a Cayambe, un pueblo a los pies del volcán del mismo nombre, alto de casi 6000 metros. Cayambe era también un hormigueo y las galerías interiores del cementerio apenas daban cabida a tanta gente. Escenas familiares tristes y acordes de guitarras en cada recodo del camposanto. Un músico ciego iba de tumba en tumba sacándole a su acordeón notas muy tristes y letras quejosas que envolvían el lugar de una honda melancolía.
En apenas cuarenta y ocho horas visitamos tres cementerios. Aunque  no somos supersticiosos, tanta tristeza y cruces y nombres, y muertos esperando a alguien que nunca llegaba, nos tocó fuerte en el pensamiento y la imaginación, -todavía no éramos huérfanos-, nos miramos sin hablar, otro acorde de guitarra nos produjo un escozor, una voz desconocida nos gritaba de salir de una vez de aquel festival de vivos y muertos. Atravesamos Cayambe con prisa buscando el camino a la hacienda de Guachala.©cAc-2019

vendredi 1 novembre 2019

La Toussaint (Todos los Santos)


Hoy es feriado en Francia. Quizás un viernes como otro cualquiera aunque realmente no lo es. Es el día de Todos los Santos, la Toussaint, que promete ser colorido y húmedo. No faltarán reportajes en casi todas las cadenas de televisión, mostrando las visitas a los cementerios, los familiares poniendo flores, un ramo o un tiesto enorme de crisantemos. Todo limpio, la perfección, el humanismo, la familiaridad. En apariencia. La perfección no existe, es como un sinónimo de hipocresía cuando brota ese  “tout va bien” que no es tan “tout va bien” como la gente hace querer ver. El humanismo visto como una visita a los ancestros desaparecidos, cuando en vida faltaron tantas visitas. La familiaridad expresada como el “partage” de sentimientos de tres generaciones poniendo crisantemos en una losa marmórea, o el silencio impregnado sobre una tapa humilde salpicada de moho. En la vida cotidiana, esa del “tout va bien”, las tres generaciones apenas se codean, ni tan siquiera un timbrazo para saber si de verdad “tout va bien” o cómo van realmente las cosas. Pienso en los mayores abandonados que murieron un verano canicular, solos en sus casas. Los mismos que yacen solos en los cementerios coloridos de un primero de noviembre. El feriado inunda de silencio el barrio. Saldré para caminar por sus calles vacías, y quizás los pasos me lleven al cementerio de Montmartre. El manto gris que envuelve al día, va a confundirse con el gris de las losas, unas con nada, otras soportando tiestos de margaritas y crisantemos. Sepulcros vacíos, sepulcros a perpetuidad, ennegrecidos por la contaminación, vestidos de musgos de un amarillo ocre, salpicados de manchitas blancas. En la entrada principal voy a comprar una rosa, si blanca mucho mejor, con una lágrima escondida entre dos pétalos. Me detendré frente a la losa sobre la cual está inscrito ESTEVEZ y aunque Marta es polvo en su sepulcro del habanero Colón, colocaré la rosa en aquella que fuera su temporal morada. La pondré al corriente del caudal del Bélico, de su Santa Clara cayéndose a pedazos y le hablaré del timbre impreso en su memoria. Me despediré sin promesas, no sé cuando vuelva, qué podré hacer por ella. De regreso, cabizbajo, caminaré por la avenida de los polacos, atento al gorjeo de un cuervo perdido entre las galerías de las diferentes divisiones. De ese lado, nadie se paseará, excepto yo, una dosis de tristeza en mis pensamientos. Volveré atrás, o adelante, a la puerta del cementerio de Montmartre, para volver a pie a mi casa. ©cAc-2019