En abril de este año 2025, falleció
el escritor cubano Luis Cabrera Delgado. La Academia Argentina de Literatura
Infantil y Juvenil quiso rendir homenaje a Luis, y convocó a lectores,
escritores, académicos y amigos a escribir ensayos, notas, textos poéticos y
recuerdos sobre la vida del ilustre jarahuecano. Habiendo conocido y mantenido
una cordial amistad con Luis, me uní a la petición de la dicha academia,
cursada por su presidente, el Dr. Marcelo Bianchi Bustos, y le envié el texto
que a continuación tengo el placer de compartir, y que aparece en la edición
digital, tomo XXII “A Luis Cabrera Delgado in memoriam”.
Corría el año 1976 cuando conocí a Luis Cabrera. Luis, con la frescura de sus 31 años, vestía la bata blanca de médico y yo, al igual que Efigenia y Enrietta, vestíamos el uniforme azul prusia y azul cielo de estudiantes de la Escuela Vocacional. Luis estaba en su consulta de psicólogo del Hospital Infantil de Santa Clara, y allí llegamos buscando a la madre de Efigenia, que dirigía un departamento administrativo del hospital. Elisa no tardó en presentar a Enrietta y a mí, al galeno que nos miraba sorprendido, cuando supo que estábamos escapados de la Escuela, y que habíamos llegado al hospital en la guagua que trasportaba a los estudiantes con turnos médicos por los hospitales y policlínicos de la ciudad. Luis se interesó por aquella escapada y nos hizo mil preguntas que nosotros respondimos con la inocencia de nuestros catorce años. Antes de salir de la consulta del psicólogo infantil, Elisa me puso un brazo sobre los hombros y le dijo a Luis “y a este Casanova, le gusta escribir”. Fue así como supo Luis que yo escribía. Tardamos un momento más en la consulta, Luis interesado en saber lo que yo escribía. Poesía, le dije, y me gusta también escribir composiciones, agregué. Las composiciones, que fueron el fuerte y mi predilección en los dos últimos años de la escuela primaria, me habían hecho ganar un concurso nacional convocado por el semanario “Pionero”, dos años antes. Todo aquello que le conté en un dos por tres a Luis, le interesó sobremanera. Aquella tarde me fui de la consulta con un “turno médico” que tendría lugar al cabo de dos semanas. Fue así como el Licenciado Luis Cabrera y yo, comenzamos una amistad que duraría años, interrumpida de cuando en cuando por mis frecuentes “huidas” o mudanzas fuera de Santa Clara.
Entre
nuestro primer encuentro en 1976 y hasta 1978, año en el que dejé Santa Clara
por La Habana, vi a Luis con frecuencia, unas veces en su consulta, otras en la
biblioteca Martí. Leyó mis composiciones, mis poemas juveniles y aquellos que
yo había clasificado como “poesía para niños”, y que no siempre fueron del
gusto del psicólogo y escritor. “La poesía para niños no se te da bien, le
falta suavidad, eres brusco, tienes que trabajarla mucho, leerla, releerla, y
vestirla de pantalones cortos y trenzas”. Una sola poesía entre todas aquellas
que llenaban una libreta escolar, le llamó la atención, y me sugirió
trabajarla, “darle vueltas hasta el cansancio”. Luis era alguien que sabía
criticar sin atropellos ni desprecios. Y su manera de enseñar, -creo que en
esos encuentros siempre aprendí mucho-, me ayudó de cierta manera a tomarle
gusto a la enseñanza.
En
1982, con veinte años cumplidos, y sin haber abandonado mi “oficio” de
escribidor, volví a mi Santa Clara natal. Allí estaba Luis. Siempre humanista y
mucho más que psicólogo. Y volvimos a encontrarnos. Para entonces, Santa Clara
bullía, se sacudía un poco de su letargo de capital provincial, ciudad con
vocación estudiantil y una energía juvenil que emanaba de su Universidad
Central, ciudad llena de artistas y creadores. Yo comencé a asistir a los
talleres literarios. Me viene a la memoria aquella mesa larga en un local que
otrora fuera el Banco Núñez, en los bajos de la también desaparecida Cámara de
Comercio. Recuerdo a Luis sentado en un extremo de la mesa, y recuerdo al
también escritor santaclareño, Félix Luis Viera, y a Joel Franz Rosell, y a
todas aquellas muchachas y muchachos que asistíamos a los talleres, para leer
lo que escribíamos, para discutir, para criticar, unas veces con malas y otras
con buenas intenciones. A Luis nunca le faltaron, con su manera suave y sabia
de hablar, las buenas intenciones. Luis era un caballero con su arma presta a
contribuir, la palabra. En los umbrales de la década del 1980, la actividad
cultural en Santa Clara era inmensa. Luis presidía la Sección de Literatura de
la Brigada Hermanos Saíz, a la que casi todos habíamos adherido, luego fue su
vicepresidente en la provincia, y cuando posteriormente asumió la presidencia
de la brigada, y que yo asumía un cargo, no recuerdo si Organización o
Divulgación, o los dos en periodos diferentes, mantuve una estrecha relación con
Luis.
Y
fue a Luis Cabrera a quien me confié cuando pensé presentar un poema mío en el
Encuentro de Talleres Literarios de 1985. Yo me había obsesionado con aquel
poema que adolescente le había mostrado, y que él me sugirió que “trabajara”,
que “le diera vueltas hasta el cansancio”. Parece que aquel poema quiso como un
potro, cabalgar en busca de nuevos caminos, y cabalgando llegó al Encuentro
Nacional, siempre con el visto bueno de mi amigo Luis Cabrera, Encuentro en el
cual participó como jurado, junto a la ensayista y escritora Nidia Fajardo
Ledea y otras figuras del mundo cultural y literario de la isla. El año 1985 fue
un año golpeado por el huracán Kate, que con sus lluvias y vientos perturbó la
realización del Encuentro. Mi memoria se opaca con el tiempo y veo a Luis en
los trajines que conlleva un evento. Lo veo multiplicado, en La Habana, en
Sagua la Grande visitando la casa del pintor cubano Wilfredo Lam junto con
Nidia Fajardo y la profesora universitaria e investigadora Carmen Sotolongo
Valiño; en los pasillos del Hotel Hanabanilla, en pleno Escambray donde debían
reunirse todos los talleristas, y veo a todo ese grupo de consagrados, de
profesores, de jóvenes creadores y gérmenes de escritores que irían siguiendo
los pasos del psicólogo escritor, del periodista, del guionista radial, del
editor, del laureado que siempre humilde subía en ascenso y entraba por la
puerta grande de la literatura, y sobre todo por su rol y contribución a la
transformación de la literatura juvenil cubana a partir de 1990.
Mis
años habaneros en la segunda mitad de la década de 1980 y mi instalación
definitiva en Europa a inicios de la década del 90 me alejaron de Santa Clara,
pero a la cual volvía con cierta frecuencia desde La Habana, y espaciadamente
cuando el Atlántico se puso de por medio entre el viejo continente y mi calurosa
isla caribeña. Los encuentros con Luis se espaciaron, y el azar nos regalaba
momentos ínfimos antes del comienzo de una presentación en el teatro, o las
veces que nos tropezamos en la librería Pepe Medina en busca de alguna novedad,
o publicaciones de la Editorial Capiro, de la cual fue editor.
Los
últimos encuentros, cuando por casualidad pasaba yo frente a su casa en la
calle Colón de Santa Clara, y con la velocidad de un relámpago nos dábamos
nuevas de uno y del otro, Luis sentado en la puerta de su casa, acompañado de
su compañero de muchos años, yo sin bajarme de la bicicleta. Nunca faltaba el
espacio familiar, él evocaba a sus hijos, Ra y Sinuhe, yo le contaba de mis
devaneos literarios primero arropado por el Sena y luego por el Mont Ventoux. La
última vez que hablamos le dije, “te acuerdas Luis cuando escribiste en el
periódico Vanguardia un artículo proponiendo cambiarle el nombre a la Sala Real
del Teatro La Caridad y yo te expliqué mi desacuerdo, y te dije, ¿te imaginas
si yo escribiera en mi blog un artículo proponiendo cambiarle el nombre a
Jarahueca?”, y estalló en risa, y no se acordaba del susodicho artículo en el
periódico provincial. Fue la última vez que nos vimos personalmente.
Luis
sigue presente en mi biblioteca del sur de Francia, a donde me traje todos sus
libros publicados por la Editorial Capiro en la década del 1990, y los
publicados por Gente Nueva y Unión.
Luis
estaba enfermo, nunca le pregunté al respecto, aunque sabía que su enfermedad
era incurable. Las publicaciones en su página de Facebook eran como un anuncio
de la vitalidad literaria de Luis. A los posts titulados Memorándum no presté
mucha atención, pero las tribulaciones de Patria, Jarahueca y el futuro
luminoso, así como Yoyito en la Red, eran como un saludo de Luis a todos los
que lo conocimos, y una manera de decirnos que escribir es una enfermedad
incurable, ajena a cualquier otra.
Foto de familia, la novela que publicó Letras Cubanas en el 2003, es el último libro que compré de Luis. Lo encontré hurgando en los anaqueles polvorientos de la Pepe Medina, mientras afuera el sol quemaba y un aguacero golpeaba los adoquines frente a la librería. No lo he leído, pero está ahí, esperando que lo haga, para entonces decirle a Luis, gracias, amigo y maestro.
Carlos Alberto Casanova (Santa Clara, Cuba, 1962). Profesor de Economía y de Historia mientras vivió en Cuba. Grado de doctor en Geografía, Urbanismo y Ordenamiento del territorio por la universidad Paris III-Sorbonne Nouvelle. Autor de varios cuadernos de poesía (Espacio para pensar en gris, Un hombre parecido al mañana (Ed. Dos Islas, 2022), entre otros. Autor igualmente de La vida húmeda (Primigenios, 2020), y Barrancos de Nostalgia, y Geografía íntima de un Trópico (Ceace, 2022 y 2024). Actualmente vive en el sur de Francia.
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