mercredi 6 janvier 2021

Reyes Magos

Aquella puerta por cuya rendija entraban Melchor, Gaspar y Baltazar ya no existe, dejó de existir hace miles de años cuando todavía abuela, entaconada, recostada al marco de otra puerta, al fondo de su casa, me miraba pedalear en redondo en el patio cubierto de vicarias. Llegaban a medianoche, dejaban afuera los tres camellos y se escurrían por la rendija, demasiado pequeña para poder entrar con la bicicleta. Transcurrieron cientos de años, y no dejó de brillar aquel verde luminoso de la pequeña bicicleta. Un chal sobre sus hombros, el cabello blanco recogido en chiñón. La mirada azul nacida en una granja de La Grâce-Dieu. Un día de la Epifanía, pasada la medianoche. Los Reyes magos la depositaron en los brazos de José Atilano y Pregelia, y continuaron el camino bajo las estrellas inalcanzables de la noche, reflejadas en las aguas heladas del Rauzé. La comadrona al partir cerró la puerta. Ni huella de los camellos. Al amanecer llegaron Eloïse y Arturo. Descendieron de un coche de posta, abrazaron a José Atilano, que salió afuera, al sentir el trote de los caballos. Besaron a Pregelia, y bendijeron a la niña envuelta en mantas de hilo blanco. Han pasado ciento cuarenta y un años de aquel regalo que los Reyes magos nos hicieran a todos. Mientras pienso en aquella Epifanía, vieja, viejísima, el instante captado en la memoria solamente, miro la quietud del agua sin fronteras. Levanto poco a poco la cabeza, y otra quietud emerge lejos delante de mis ojos. El Mont Ventoux ocultando su calvicie con una manta también blanca descendiendo por sus flancos. Ventoso el monte, me hace meditar mientras tirito al borde del Ródano. Medito largamente para en el corto espacio de unos segundos acariciar la imagen nebulosa de aquel regalo ahora hecho polvo, inmóvil debajo de un sepulcro. ©cAc-2021

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