Aquella
puerta por cuya rendija entraban Melchor, Gaspar y Baltazar ya no existe, dejó
de existir hace miles de años cuando todavía abuela, entaconada, recostada al
marco de otra puerta, al fondo de su casa, me miraba pedalear en redondo en el
patio cubierto de vicarias. Llegaban a medianoche, dejaban afuera los tres
camellos y se escurrían por la rendija, demasiado pequeña para poder entrar con
la bicicleta. Transcurrieron cientos de años, y no dejó de brillar aquel verde
luminoso de la pequeña bicicleta. Un chal sobre sus hombros, el cabello blanco
recogido en chiñón. La mirada azul nacida en una granja de La Grâce-Dieu. Un
día de la Epifanía, pasada la medianoche. Los Reyes magos la depositaron en los
brazos de José Atilano y Pregelia, y continuaron el camino bajo las estrellas
inalcanzables de la noche, reflejadas en las aguas heladas del Rauzé. La
comadrona al partir cerró la puerta. Ni huella de los camellos. Al amanecer
llegaron Eloïse y Arturo. Descendieron de un coche de posta, abrazaron a José
Atilano, que salió afuera, al sentir el trote de los caballos. Besaron a
Pregelia, y bendijeron a la niña envuelta en mantas de hilo blanco. Han pasado
ciento cuarenta y un años de aquel regalo que los Reyes magos nos hicieran a
todos. Mientras pienso en aquella Epifanía, vieja, viejísima, el instante
captado en la memoria solamente, miro la quietud del agua sin fronteras.
Levanto poco a poco la cabeza, y otra quietud emerge lejos delante de mis ojos.
El Mont Ventoux ocultando su calvicie con una manta también blanca descendiendo
por sus flancos. Ventoso el monte, me hace meditar mientras tirito al borde del
Ródano. Medito largamente para en el corto espacio de unos segundos acariciar
la imagen nebulosa de aquel regalo ahora hecho polvo, inmóvil debajo de un
sepulcro. ©cAc-2021
Obelisco a Juan de Conyedo y a Hurtado de Mendoza.
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*Obelisco a Juan de Conyedo y a Hurtado de Mendoza.*
Primero fue Conyedo[1], y luego Hurtado de Mendoza[2]. Dos hombres que
inspiraron la conducta que sigu...
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