Martes
3 que no es trece, estrés.
El
termómetro marca trece grados. Debe estar ya viejo, porque no siento esos trece
grados en mis pies desnudos y tampoco me empujan a cubrirme más de lo
necesario. Los deberes para con mi oficio de escritor arremolinado en una silla
incómoda, que como el buró, datan de los años treinta, los he cumplido.
Escribo, leo, reviso, y antes de vestirme de jardinero, hago como cuando
saliendo de viaje, la duda me acecha y verifico que llevo el pasaje conmigo.
Ahora verifico que haya salvaguardado las cuatro notas que escribí. El gris del
que se pinta todo el cielo, no inspira a trabajar en el jardín. No obstante,
puede más la voluntad de trabajar que de volver a medir con mis ojos la
cuadratura hermosa del buró, buró que estaba en una de las oficinas de la
empresa de mi suegro, en el Château Saint-Roch. Las hojas verdeamarillas de la
morera comienzan a caer, caer, y van formando un colchón de venas oliváceas
sobre el poco verde que va quedando del césped. Lleno tres contenedores de
hojas, unas acabadas de caer, las de la morera, y otras secas tostadas, las del
castaño y los abedules, y la horda de hojas secas de los chopos del borde de la
ruta que llegan sin que las llamemos. Gesiers de canard y ensalada para el
mediodía. En alguna medida me darán fuerza para la obra de la tarde :
seguir reduciendo lo que queda del tronco del abedul cortado hace unos tres
años. Me paso la tarde en posición de sepulturero, no para enterrar, pero sí
para desenterrar el corazón duro del árbol. El sol sale de su escondite nuboso
cuando falta una hora para que comience el crepúsculo. La redondez amarilla se
perfecciona, y va cayendo poco a poco hasta dejarnos huérfanos de la luz. Crema
de remolacha con agregado de puerros. Y otra noche de reportajes sobre esa
América de tantos colores mustios a la hora de elegir el verdadero color de la
vida. ©cAc-2020
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