Confieso que
no he dejado de escribir. Y no podría dejar de hacerlo, porque darle vueltas a
un lápiz o teclear es como ayudarme a bombear sangre y oxígeno por el intrincado
laberinto de venas. Ríos amables que no entorpecen la fluidez de mis
pensamientos. Los pensamientos van y vienen, y me empujan a lanzarme a aguas de
otras islas. Islas todas, alejadas de mi cuartel general, pero accesibles, y
siempre inimaginables, desconcertantes, terrenalmente espirituales y largamente
familiares. Vuelvo a mis andares retozando sobre el rofe y la lava, caminando por
enrevesadas callejuelas que al anochecer dejan escurrir la sombra a medio paso
de geishas apuradas, el shamisen bajo el brazo. Acantilados y montañas,
cráteres vacíos esperando el salto desde el borde, templos que dejan correr
diáfanas aguas por estrechas cañerías de bambú, y cementerios umbrosos donde
nace el musgo y la calma agrieta los corazones. Sopla la brisa, y el viento, y
la calima y el aleteo de una libélula dibuja adioses inesperados. Entonces pienso
en ti, mi vieja isla, mi cuna bañada por la luna, acariciada por el sol, y me
desenfreno corriendo por la más desamparada pared del risco. ©cAc-2016
Obelisco a Juan de Conyedo y a Hurtado de Mendoza.
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*Obelisco a Juan de Conyedo y a Hurtado de Mendoza.*
Primero fue Conyedo[1], y luego Hurtado de Mendoza[2]. Dos hombres que
inspiraron la conducta que sigu...
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