Volví al parque para desde allí iniciar un nuevo recorrido por las calles viejas de San Juan. Alguien me saluda, luego otra persona. Siempre he pensado que la gente en los pueblos pequeños es hospitalaria y cordial. Nunca he vivido en un pueblito, pero imagino que debe ser muy aburrido. El comadreo suplanta el aburrimiento y se convierte en ocio. No ha ido al fortín?, es del tiempo de los españoles, me dice un jubilado al verme pasar y me conmina. Fue gracias a este señor que descubrí el empedrado fuerte construido por las autoridades coloniales en San Juan. De ese lado del pueblo hay un terreno arbolado, tranquilo, donde pastaba una familia de carneros. Un quiosco de venta ofrecía pan con lechón y en la otra esquina, un local denominado Termo de leche, suerte de punto a donde llegan las botijas con el cálcico oro blanco. Doblé a la izquierda, sin rumbo, justo para seguir mi camino y descubrir el pueblo. Un vendedor ambulante, a paso de liebre me pasó mientras pregonaba, a esa hora de la mañana “minutas con pan”. Por esa calle, las casas transpiran años e historia. Otro pozo artesano, -siempre en la calle, en lugar de estar en el patio- pensé. Conversando en una acera, tres mujeres, me lisonjean y me hacen la conversación, me preguntan que qué hago en San Juan. Y como les digo que paseo y hago fotos, son ellas quienes me indican la existencia del “cuartel español”. Enfrente, de detrás de una cerca de cactus, sale un muchacho y se ocupa de su caballo, atado a un carretón con gomas de carro. Botas plásticas altas, jean, polo a rayas y chaqueta. Sombrero y reloj caro. Sonriente, me pregunta si vengo de la “yuma”, y le contesto que no, que vengo de Santa Clara. El joven parte montado en su carretón, las botijas reluciendo su aluminio al sol. ©cAc
Obelisco a Juan de Conyedo y a Hurtado de Mendoza.
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*Obelisco a Juan de Conyedo y a Hurtado de Mendoza.*
Primero fue Conyedo[1], y luego Hurtado de Mendoza[2]. Dos hombres que
inspiraron la conducta que sigu...
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