dimanche 28 février 2010

De Antigua a Morro Jable



Rendez-vous à la sortie d’Antigua. Y como convenido, nos encontramos en la gasolinera, pues allí dejaríamos uno de los dos coches. Andrés al volante, yo de copiloto, y las mujeres detrás, de guardaespaldas! Apenas salidos de Antigua, y atravesamos el primer poblado: Valle de Ortega, sus casas esparcidas en una llanura medio verde medio ocre, delimitada por las ondulaciones sombreadas del territorio. Luego, el evocador nombre de Agua de Bueyes nos indica que hemos entrado en tierra brava. La entrada a Tiscamanita es una sucesión de palmeras bajas despeinadas. El pueblito es célebre por su molino. Cuarta etapa, Tuineje, no lejos de Carbón, una montaña rocosa con plantaciones en terraza. Seguimos la ruta principal, paralela al barranco de la Mata, también conocido como del Pozo, en el área del Malpaís Grande. Nos detenemos en Gran Tarajal. La iglesia llena y las calles vacías. En el paseo marítimo, hay gente que toma el sol, las gaviotas revolotean y el sol cae perpendicularmente sobre la ensenada. El macizo rocoso se yergue agresivo y su flanco muere en el mar.



Del otro lado de la roca, negra y gigante, Las Playitas, blanca y empinada, mostrando sus casas colgadas de la pendiente. Los vecinos conversan alrededor de una barca, seguramente de alguno de ellos, pescadores todos. Volvemos a la cinta alquitranada, obra de ingeniería que se convertirá en parte del proyecto vial Norte-Sur para dinamizar el tiempo de circulación entre las islas. La modernidad del eje vial no me convence. El hombre sigue robando espacio a la naturaleza. Dos puntas limitan La Lajita: la Punta Paloma y la Punta Culo de la Botija. Bordeamos toda la costa y a partir de la Punta de los Molinillos, comienza el monstruo urbano conocido como Costa Calma. También allí comienza El Jable, justo donde la isla se achica y el tramo de costa a costa se convierte en el Istmo de la Pared. Nos detenemos para almorzar, a la sombra de un pinar. Desde el lugar, alto con respecto a la costa, el mar se extiende y nunca termina; la franja costera es pura arena y un nombre de viento le da crédito, Playa Sotavento. El almuerzo es casero. La cocinera es Reina en la cocina y puede ufanarse por lo que ha preparado. Majorera ella, pero cubanísimo el arroz congrí y la carne asada. Nos deleitamos, comiendo lo de la isla en otra isla. A dos pasos del mar, sentados sobre los piñones y las espinas, conversando y recordando, escuchando a mi amigo Andrés que es artesano de la palabra y conversador aguerrido. La digestión en el Morro Jable. Butihondo Matorral, su playa, también del Matorral, donde se levanta el faro. Allí no termina Jandía. La península, un brazo de tierra con elevaciones entre 400 y 800 metros, es un parque natural coronado por el monte del mismo nombre, franjas costeras mitad arena playera mitad dunera, con salientes rocosos y puntas ásperas con nombres inverosímiles. Dos extensas playas, de Cofete y Barlovento, se alinean por la costa norte. Y el café y la Yerba Luisa, sentados en Tuineje, haciendo conclusiones, evocando el congrí, haciendo proyectos y mirando el mapa, garabateado en todas las direcciones. ©cAc



Alba negriazul en Las Majadillas


©cAc

Plata ceniza y negro matinal para un alba luctuosa. Azul agrisado, cielo algodonado y una claridad blanca imprecisa. El alba se viste tristeza, el rojo sangre se ha escapado con la luna, o el viento a confiscado los pinceles al cielo. Las nostalgias tienden a ser negras y oscurecer los recuerdos. Nuestro amanecer es una pintura natural, y negro también lo conservaremos en la memoria. ©cAc

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samedi 27 février 2010

Campeando por Las Majadillas

En Llanos de la Concepción nos sentimos como extraviados en alguna parte del mundo. Mucho más en Las Majadillas. Las emociones que provoca la calma del lugar tienen lazos fuertísimos con los nacientes y los ponientes. Le nacen colores a los llanos, una profusión de colores que respiran y tienen vida propia. Se pone el sol detrás de Betancuria y se pone y se va diciendo adiós entre negriamarillos y rojiazules, resplandores cálidos, simplemente resplandores cargados de mil otras emociones. Llega el día, llega moviendo su quietud, avanzando con linternas naturales, arrastrándose hasta nuestro refugio. El día se va, se va despacito detrás de las lomas, y nosotros mirando atentos, cada segundo idílico entre el sol y la luna, como dos actores reverenciando al término de la obra. Seguimos alojados en aquella que fuera, la casa de la burra. ©cAc

Betancuria





Regresamos a la Casa de la Burra pasando por Tetir. La lluvia anunciada mojó tímidamente el paisaje agreste en las inmediaciones de La Matilla. La carretera circunda el monte llamado Aceitunal y lo vamos viendo durante toda la ruta hasta la misma entrada de Llanos. El mal dormir por la noche ventosa impuso una siesta sin acordar límites al reposo necesario. Un reposo alterado por la idea de dar un salto a Betancuria. Y comenzó el ascenso zigzagueante que nos condujo al Morro de la Cruz. Ligera llovizna, perversa, capaz de romper el encanto señorial del asentamiento que escogió el conquistador de la isla, apenas comenzado el siglo XV. La iglesia, catedral por mandato papal desde 1424, es la joya del pueblo, y visita obligada para admirar su interior cuya decoración me recordó la parroquial mayor de San Juan de los Remedios. Cromos, retablos y hermoso altar, y un techo mudéjar en la sacristía, que corta la respiración y nos hace regresar otra vez, antes de quitar el edificio religioso, por su puerta de dintel labrado, salido de las manos de una bordadora. ©cAc


Puerto del Rosario



La capital de Fuerteventura recibe toda la brisa que graciosamente le ofrece el Atlántico, y se guarece de vientos y calimas al amparo del macizo rocoso que la circunda. Gamón, Zurita y Tetir se alzan detrás de la ciudad y frenan el avance urbano. El ensanche ha seguido la línea de la costa hacia el sur y menos hacia el norte. Los barrancos se han encargado de mediar en la expansión urbana. La urbanización fue lenta y fue el resultado de una economía precaria, luego impulsada por el comercio de la barrilla. Las cabras pastaban en los barranquillos, ricos en manantiales de agua dulce. Los ganaderos de Tetir, de Tesjuates y de La Asomada instalaron sus corrales en las ondulaciones menos salvajes, luego los pescadores levantaron casitas y chozas y una isleña emprendedora abrió una taberna en una casa de piedras para calmar la sed de pastores y marineros. Así nació Puerto Cabras, que fue el nombre original del asentamiento hasta 1956, cuando para venerar a su patrona, que desde 1806 tiene altar en el pueblo, fue rebautizado Puerto del Rosario. Apenas me aventuré a entrar en la ciudad, inmersa en sus fiestas carnavaleras. La aventura urbana se detuvo en uno de sus barrios que se ha expandido al oeste, Fabelo, un barrio cuyas calles tienen nombres de ciudades y regiones de la península. Calles bien trazadas, amplias, apenas con parcelas libres para construir. La ciudad no escapó al boom inmobiliario desatado por la voracidad especulativa de los inversores. Una media mañana amistosa con toque familiar nos llevó a Fabelo y discurrió entre memoria, olvido y nostalgias de un pasado reciente que nos une como viejos colegas. El segundo encuentro en la isla con el filósofo y poeta Andrés Diaz-Castro, transcurrió alrededor de un convivial desayuno preparado por la Reina de la casa. Fue la mejor visita a Puerto del Rosario, y se lo agradecemos. ©cAc

Tintes rojiazules en Las Majadillas




El viento sopló con fuerza toda la noche. Gemía y violentaba las contraventanas. Sacudía los muros y enviaba signos de guerra por entre las hendijas imaginarias del antiguo establo. Arañas corriendo a guarecerse del vendaval, lagartos estáticos disfrutando del pánico que crea un viento huracanado en medio de un paraje elegido como refugio y reposo. El viento agita los espíritus y crea una suerte de incertidumbre mientras dura la noche. Con las primeras luces del alba, vuelve la calma, y nace un día ideal para pintarlo en la memoria. ©cAc