dimanche 24 novembre 2013

Avatares de un patio provenzal (V)

Pasada la medianoche, la bóveda celeste que cubría la estación era de un gris vulnerable, un gris aplomado, de nubes decapitadas, quejosas, medio algodonadas. Las vi desangradas al pasar a la otra orilla del Ródano. Un tímido rojo, -pensemos a un rojo que el uso frecuente a desteñido, cabalgaba en busca del alba, más allá de los montes Cevenoles. Primero el rojo fustigaba a sus jamelgos delante de nosotros, luego fue quedando a la derecha y el camino se hizo negro penetrando un túnel de chopos casi desnudos. La luz se hizo al final de la carretera y de súbito, comenzó a escucharse el quejido doloroso de alguna que otra rama violentada por el viento. La busqué para protegerla, y fue en vano. El silencio hizo que la queja de los cipreses se hiciera escuchar mientras los pasos apurados aplastaban las hojas, caídas desde antes de que finalizara el verano. Conozco esas hojas treboladas, balbuceé. Las hojas secas crujían como cruje un madero hecho brasas. Aplastarlas no era la intención primera en aquella ya comenzada madrugada. Ventanas y contraventanas no fueron suficientes para impedir el gemido que venía del exterior y que crecía y crecía como una tos perruna, hambrienta, solitaria. Al alba, hubo un reposo de las quejas amontonadas que aguardaban la llegada del día. Yo aguardaba la llegada como quien espera a un pariente lejano que no olvidamos. El ulular del viento me impide dormir. Esperar en la penumbra no ayuda a compensar el tiempo de la espera. Espero el amanecer. Pero al llegar, el amanecer apareció vestido con harapos oscuros. Y oscuro fue el día, cargado de ese viento que comienza dando salticos de un sitio a otro. Como una golondrina enceguecida por un rayo de sol. Un viento fatigado, incapaz de empujar las nubes hacia los laberínticos meandros del Ródano. El abuelo de los vientos, el mistral negro. A veces lloroso, pero engendrando fuerza en su soplido. Sopla el mistral y el patio se convierte en arenas de gladiadores. Gladiador el viento, esclavas las hojas de su voluntad natural. Las hojas se arremolinan, intentan hacer frente a aquel que osa empujarlas sin clemencia y terminan amontonadas contra los tiestos de esqueléticas plantas que fueron hermosas durante la primavera. Un ejército de hojas muertas se lanza en avalancha contra el muro de piedras del fondo, se voltean, hacen cabriolas, se suspenden en el aire como un colibrí y caen y caen como codornices baleadas por un cazador. Las sigo con la vista puesta lejos, lejos del viento que irrumpe en mis retinas. Miro desolado el patio. El patio pierde su gracia, su simplicidad de tierra provenzal donde conviven olivos y laureles. Se ahoga con las hojas del castaño, se inunda de hojas escuálidas escupidas por los abedules y enseña la tierra barrida, allí donde el viento se hizo napalm. De negro vestido en un comienzo, el mistral se echa encima su capa azul de guerrero triunfante. Las nubes desaparecieron mientras yo seguía el ritmo descendente de una hoja desprendida del níspero. Las adelfas bailan una danza de supervivencia y todo aquello capaz de arrodillarse ante la furia que sopla, se pliega al juego interminable de soplidos que corren bajando una ladera, y siguen corriendo mientras el valle se ensancha a sus pies, penetran en los vericuetos de calles estrechas de viejos pueblitos, y hacen temblar las hojas temerosas de morir desterradas en otros patios, aunque el avatar sea el mismo, el mismo que mi patio provenzal. ©cAc-2013

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